sábado, 21 de noviembre de 2015

El teatro del terror


Por Yuval Noah Harari


El terrorismo sabe que no puede derrotar a sus enemigos por sí solo. Su táctica es sembrar el pánico entre la población con acciones espectaculares y provocar una reacción excesiva que se vuelva contra su adversario.


Como indica el significado literal de la palabra, el terrorismo es una estrategia militar que aspira a cambiar la situación política expandiendo el miedo más que causando daños materiales. Quienes adoptan esta estrategia son casi siempre grupos muy débiles, incapaces de causar muchos daños materiales a sus enemigos. Por supuesto, toda acción militar extiende el miedo. Pero en la guerra convencional el miedo es un producto añadido a las pérdidas materiales, y normalmente resulta proporcional a la fuerza que inflige las pérdidas. En el terrorismo, el miedo es el elemento esencial, y hay una asombrosa desproporción entre la fuerza real de los terroristas y el temor que logran inspirar.

No es fácil cambiar la situación política por medio de la violencia. El primer día de la batalla del Somme, el primero de julio de 1916, murieron diecinueve mil miembros del ejército británico y cuarenta mil resultaron heridos. Cuando la batalla terminó en noviembre, ambos lados habían sufrido más de un millón de bajas, entre las que se encontraban trescientos mil muertos. Pero esta carnicería inimaginable apenas cambió el equilibrio político en Europa. Fueron necesarios dos años más y millones de bajas adicionales para que algo se rompiera.

En comparación con la ofensiva del Somme, el terrorismo es poca cosa. La mayoría de los ataques terroristas matan a poca gente. En 2002, en el momento más duro de la campaña terrorista palestina contra Israel, cuando autobuses y restaurantes sufrían atentados cada pocos días, el número de víctimas mortales israelíes ascendió a 451. El mismo año, 542 israelíes murieron en accidentes de coche. Algunos atentados terroristas, como el del vuelo 103 de Pan Am en Lockerbie, matan a cientos de personas. El 11-s estableció un nuevo récord, al matar a casi tres mil personas. Pero incluso eso empequeñece ante la guerra convencional: si sumamos a toda la gente muerta y herida en Europa por ataques terroristas desde 1945 –incluyendo a las víctimas de grupos nacionalistas, religiosos, de izquierda y de derecha–, todavía son muchas menos víctimas que las que se produjeron en numerosas batallas poco conocidas de la Primera Guerra Mundial, como la tercera batalla del Aisne (250 mil bajas) o la décima batalla del Isonzo (225 mil bajas).

¿Cómo pueden aspirar a tanto los terroristas? Después de una acción terrorista, el enemigo tiene el mismo número de soldados, tanques y barcos. Su red de comunicaciones, sus carreteras y sus ferrocarriles permanecen en buena medida intactos. Sus fábricas, puertos y bases militares apenas están afectados. Sin embargo, los terroristas esperan que, aunque apenas pueden hacer mella en el enemigo, el poder, el miedo y la confusión harán que el enemigo utilice mal sus fuerzas. Los terroristas luchan como los maestros del taichi: aspiran a vencer al rival con el poder del rival.

Así, en la Argelia de los años cincuenta a los franceses no los derrotó el fln, el Frente de Liberación Nacional, sino su errónea reacción al terrorismo del fln. Las debacles estadounidenses en Iraq y Afganistán fueron el resultado del mal uso que hicieron los estadounidenses de su inmenso poder, no de que Al Qaeda flexionara sus diminutos músculos.

Los terroristas calculan que, cuando un enemigo airado usa un poder enorme contra ellos, eso generará una tormenta militar y política mucho más violenta que la que podrían crear los propios terroristas. En todas las tormentas ocurren cosas inesperadas. Se producen errores, se cometen atrocidades, la opinión pública vacila, se hacen preguntas, los neutrales cambian de posición y el equilibrio de poder cambia. Los terroristas no pueden prever cuál será el resultado, pero tienen muchas más oportunidades pescando en un río revuelto que cuando las aguas están en calma.

El terrorismo es una estrategia militar muy poco atractiva, porque deja todas las decisiones importantes en manos del enemigo. Como los terroristas no pueden infligir daños materiales graves, todas las opciones que el enemigo tenía antes del ataque terrorista quedan a su disposición y es libre de elegir entre ellas. Por lo general, los ejércitos intentan evitar una situación de ese tipo a cualquier precio. Cuando atacan, no tratan de provocar la respuesta del enemigo, sino más bien reducir su capacidad de contraataque y, en particular, eliminar sus armas y opciones más peligrosas. Por ejemplo, cuando los japoneses atacaron la flota de Estados Unidos en el Pacífico en Pearl Harbor en diciembre de 1941, podían estar seguros de una cosa: cualquiera que fuese la decisión que tomaran los estadounidenses, no podrían enviar una flota al sureste de Asia en 1942.

Provocar la acción del enemigo sin eliminar ninguna de sus armas u opciones es un acto de desesperación al que solo se recurre cuando no existe otra manera. Si causar daños materiales está al alcance, nadie abandona esa posibilidad a cambio del mero terrorismo. Habría sido una locura que, en diciembre de 1941, los japoneses hubieran lanzado un torpedo contra un barco de pasajeros para provocar a Estados Unidos y hubieran dejado la flota del Pacífico intacta en Pearl Harbor.

Quien recurre al terrorismo lo hace porque sabe que no puede entablar una guerra y opta por producir un espectáculo teatral. Los terroristas no piensan como generales del ejército sino como productores teatrales. La memoria pública de los ataques del 11-S es una prueba de ello: si le preguntas a la gente qué ocurrió el 11 de septiembre de 2001, probablemente responda que Al Qaeda destruyó las torres gemelas del World Trade Center. Pero el atentado no solo fue contra las torres, sino que incluyó otras dos acciones, en particular un ataque exitoso al Pentágono. ¿Por qué es algo que pocas personas señalan? Si la operación del 11-S hubiera sido una campaña militar convencional, el ataque al Pentágono habría llamado más la atención. En este ataque, Al Qaeda logró destruir parte del cuartel general del enemigo, y mató e hirió a comandantes y estrategas importantes. ¿Por qué la memoria pública considera más relevante la destrucción de dos edificios civiles, y el asesinato de contadores y agentes de bolsa?

Esto se debe a que el Pentágono es un edificio relativamente plano y modesto, mientras que el World Trade Center era un tótem alto y fálico cuyo desmoronamiento creó un inmenso efecto audiovisual. Nadie que haya visto las imágenes de su colapso las olvidará. Entendemos intuitivamente que el terrorismo es teatro, y por tanto lo juzgamos por su impacto emocional en vez de material. En retrospectiva, es probable que Osama bin Laden hubiera preferido estrellar el avión que alcanzó el Pentágono contra un objetivo más pintoresco, como la Estatua de la Libertad. Es cierto que poca gente habría muerto y que no se habrían destruido activos militares, pero habría sido un gesto teatral extraordinariamente poderoso.

Como los terroristas, los que combaten el terrorismo deberían pensar más como productores teatrales y menos como generales del ejército. Si queremos luchar contra el terrorismo de manera efectiva debemos darnos cuenta de que nada de lo que hacen los terroristas nos derrota. Somos los únicos que podemos derrotarnos a nosotros mismos, si reaccionamos de modo excesivo y erróneo a las provocaciones terroristas.

Los terroristas afrontan una misión imposible: cambiar el equilibrio de poder político cuando apenas tienen capacidad militar. Para alcanzar ese objetivo, presentan al Estado un desafío imposible: demostrar que puede proteger a todos sus ciudadanos de la violencia política, en cualquier lugar y en cualquier momento. Los terroristas esperan que, cuando el Estado intente realizar esa misión imposible, baraje las cartas políticas y les entregue un as inesperado.


http://www.letraslibres.com/revista/dossier/el-teatro-del-terror 



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