Por Yuval Noah Harari
El terrorismo sabe que no puede
derrotar a sus enemigos por sí solo. Su táctica es sembrar el pánico entre la
población con acciones espectaculares y provocar una reacción excesiva que se
vuelva contra su adversario.
Como indica el significado
literal de la palabra, el terrorismo es una estrategia militar que aspira a
cambiar la situación política expandiendo el miedo más que causando daños
materiales. Quienes adoptan esta estrategia son casi siempre grupos muy
débiles, incapaces de causar muchos daños materiales a sus enemigos. Por
supuesto, toda acción militar extiende el miedo. Pero en la guerra convencional
el miedo es un producto añadido a las pérdidas materiales, y normalmente
resulta proporcional a la fuerza que inflige las pérdidas. En el terrorismo, el
miedo es el elemento esencial, y hay una asombrosa desproporción entre la
fuerza real de los terroristas y el temor que logran inspirar.
No es fácil cambiar la situación
política por medio de la violencia. El primer día de la batalla del Somme, el
primero de julio de 1916, murieron diecinueve mil miembros del ejército
británico y cuarenta mil resultaron heridos. Cuando la batalla terminó en
noviembre, ambos lados habían sufrido más de un millón de bajas, entre las que
se encontraban trescientos mil muertos. Pero esta carnicería inimaginable
apenas cambió el equilibrio político en Europa. Fueron necesarios dos años más
y millones de bajas adicionales para que algo se rompiera.
En comparación con la ofensiva
del Somme, el terrorismo es poca cosa. La mayoría de los ataques terroristas
matan a poca gente. En 2002, en el momento más duro de la campaña terrorista
palestina contra Israel, cuando autobuses y restaurantes sufrían atentados cada
pocos días, el número de víctimas mortales israelíes ascendió a 451. El mismo
año, 542 israelíes murieron en accidentes de coche. Algunos atentados
terroristas, como el del vuelo 103 de Pan Am en Lockerbie, matan a cientos de
personas. El 11-s estableció un nuevo récord, al matar a casi tres mil
personas. Pero incluso eso empequeñece ante la guerra convencional: si sumamos
a toda la gente muerta y herida en Europa por ataques terroristas desde 1945
–incluyendo a las víctimas de grupos nacionalistas, religiosos, de izquierda y
de derecha–, todavía son muchas menos víctimas que las que se produjeron en
numerosas batallas poco conocidas de la Primera Guerra Mundial, como la tercera
batalla del Aisne (250 mil bajas) o la décima batalla del Isonzo (225 mil
bajas).
¿Cómo pueden aspirar a tanto los
terroristas? Después de una acción terrorista, el enemigo tiene el mismo número
de soldados, tanques y barcos. Su red de comunicaciones, sus carreteras y sus
ferrocarriles permanecen en buena medida intactos. Sus fábricas, puertos y
bases militares apenas están afectados. Sin embargo, los terroristas esperan
que, aunque apenas pueden hacer mella en el enemigo, el poder, el miedo y la
confusión harán que el enemigo utilice mal sus fuerzas. Los terroristas luchan
como los maestros del taichi: aspiran a vencer al rival con el poder del rival.
Así, en la Argelia de los años
cincuenta a los franceses no los derrotó el fln, el Frente de Liberación
Nacional, sino su errónea reacción al terrorismo del fln. Las debacles
estadounidenses en Iraq y Afganistán fueron el resultado del mal uso que hicieron
los estadounidenses de su inmenso poder, no de que Al Qaeda flexionara sus
diminutos músculos.
Los terroristas calculan que,
cuando un enemigo airado usa un poder enorme contra ellos, eso generará una
tormenta militar y política mucho más violenta que la que podrían crear los
propios terroristas. En todas las tormentas ocurren cosas inesperadas. Se
producen errores, se cometen atrocidades, la opinión pública vacila, se hacen
preguntas, los neutrales cambian de posición y el equilibrio de poder cambia. Los
terroristas no pueden prever cuál será el resultado, pero tienen muchas más
oportunidades pescando en un río revuelto que cuando las aguas están en calma.
El terrorismo es una estrategia
militar muy poco atractiva, porque deja todas las decisiones importantes en
manos del enemigo. Como los terroristas no pueden infligir daños materiales
graves, todas las opciones que el enemigo tenía antes del ataque terrorista
quedan a su disposición y es libre de elegir entre ellas. Por lo general, los
ejércitos intentan evitar una situación de ese tipo a cualquier precio. Cuando
atacan, no tratan de provocar la respuesta del enemigo, sino más bien reducir
su capacidad de contraataque y, en particular, eliminar sus armas y opciones
más peligrosas. Por ejemplo, cuando los japoneses atacaron la flota de Estados
Unidos en el Pacífico en Pearl Harbor en diciembre de 1941, podían estar
seguros de una cosa: cualquiera que fuese la decisión que tomaran los
estadounidenses, no podrían enviar una flota al sureste de Asia en 1942.
Provocar la acción del enemigo
sin eliminar ninguna de sus armas u opciones es un acto de desesperación al que
solo se recurre cuando no existe otra manera. Si causar daños materiales está
al alcance, nadie abandona esa posibilidad a cambio del mero terrorismo. Habría
sido una locura que, en diciembre de 1941, los japoneses hubieran lanzado un
torpedo contra un barco de pasajeros para provocar a Estados Unidos y hubieran
dejado la flota del Pacífico intacta en Pearl Harbor.
Quien recurre al terrorismo lo
hace porque sabe que no puede entablar una guerra y opta por producir un
espectáculo teatral. Los terroristas no piensan como generales del ejército
sino como productores teatrales. La memoria pública de los ataques del 11-S es
una prueba de ello: si le preguntas a la gente qué ocurrió el 11 de septiembre
de 2001, probablemente responda que Al Qaeda destruyó las torres gemelas del
World Trade Center. Pero el atentado no solo fue contra las torres, sino que
incluyó otras dos acciones, en particular un ataque exitoso al Pentágono. ¿Por
qué es algo que pocas personas señalan? Si la operación del 11-S hubiera sido
una campaña militar convencional, el ataque al Pentágono habría llamado más la
atención. En este ataque, Al Qaeda logró destruir parte del cuartel general del
enemigo, y mató e hirió a comandantes y estrategas importantes. ¿Por qué la
memoria pública considera más relevante la destrucción de dos edificios
civiles, y el asesinato de contadores y agentes de bolsa?
Esto se debe a que el Pentágono
es un edificio relativamente plano y modesto, mientras que el World Trade
Center era un tótem alto y fálico cuyo desmoronamiento creó un inmenso efecto
audiovisual. Nadie que haya visto las imágenes de su colapso las olvidará.
Entendemos intuitivamente que el terrorismo es teatro, y por tanto lo juzgamos
por su impacto emocional en vez de material. En retrospectiva, es probable que
Osama bin Laden hubiera preferido estrellar el avión que alcanzó el Pentágono
contra un objetivo más pintoresco, como la Estatua de la Libertad. Es cierto
que poca gente habría muerto y que no se habrían destruido activos militares,
pero habría sido un gesto teatral extraordinariamente poderoso.
Como los terroristas, los que
combaten el terrorismo deberían pensar más como productores teatrales y menos
como generales del ejército. Si queremos luchar contra el terrorismo de manera
efectiva debemos darnos cuenta de que nada de lo que hacen los terroristas nos
derrota. Somos los únicos que podemos derrotarnos a nosotros mismos, si reaccionamos
de modo excesivo y erróneo a las provocaciones terroristas.
Los terroristas afrontan una
misión imposible: cambiar el equilibrio de poder político cuando apenas tienen
capacidad militar. Para alcanzar ese objetivo, presentan al Estado un desafío
imposible: demostrar que puede proteger a todos sus ciudadanos de la violencia
política, en cualquier lugar y en cualquier momento. Los terroristas esperan
que, cuando el Estado intente realizar esa misión imposible, baraje las cartas
políticas y les entregue un as inesperado.
http://www.letraslibres.com/revista/dossier/el-teatro-del-terror
No hay comentarios:
Publicar un comentario