martes, 1 de diciembre de 2015

Cárcel de palabras


Por: Jesús Silva-Herzog Márquez (Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Entre sus libros: La idiotez de lo perfecto y Andar y ver.)


Edifiquemos nuestra ciudad con palabras. Es la conversación la que crea morada, dice Platón en esa sinfonía de pensamiento que inaugura nuestra tradición política. La palabra adquiere, en ese texto, carácter constitutivo: la palabra es la casa misma.

Dije que en Platón la conversación levanta la ciudad. Corrijo. El diálogo platónico no es intercambio de razones que se entretejen. Perspectivas diversas que se alimentan mutuamente, razones que se transforman en el intercambio, ideas que se moderan o reencauzan con el descubrimiento de una noción imprevista. La habitación común se construye en esa república con un trazo de verdad y un coro de errores. En realidad, el diálogo sirve ahí como escondite para el Autor. Esa es la pretensión del filósofo: nadie ha escrito La república: la verdad se alumbra a sí misma. Eso: el diálogo no es una mera elección estilística: es el fundamento de la Autoridad como portadora de una razón justa y perfecta. El dispositivo permite levantar, no el gobierno del filósofo como erróneamente se piensa, sino el gobierno de la Filosofía, un gobierno radicalmente desinteresado e infalible. La filosofía de Platón se presenta como la razón anónima, razón sin autor. Filosofía de una Razón sin padre.

Pero, ¿qué sucede ahí con la palabra?, ¿qué sitio ocupa el lenguaje en esa impecable ciudad de hielo? ¿Cuál es el código que nos impone su diagrama? La palabra es confiscada por el Orden. A él y sólo a él sirve. La palabra que imagina, la que capta el tono y la blandura de las cosas; la que advierte la mudanza de los seres, la palabra que opina o acaricia la apariencia, ha sido proscrita. Sólo hay una palabra lícita: la de la Razón. La otra, flexible, divagante sufre la persecución de la Verdad. La alegoría, el juicio espontáneo, el símbolo son enemigos del Estado. La ciudad de las palabras se convierte en regimiento de palabras. Es la victoria de la filosofía sobre la poesía. La fundación de un lenguaje disciplinario. María Zambrano, en párrafos extraordinarios describió esa tensión en la ciudad.

El filósofo quiere lo uno, porque lo quiere todo, hemos dicho. Y el poeta no quiere propiamente todo, porque teme que en este todo no esté en efecto cada una de las cosas y sus matices; el poeta quiere una, cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción ni renuncia alguna. Quiere un todo desde el cual se posea cada cosa, más no entendiendo por cosa esa unidad hecha de sustracciones. La cosa del poeta no es jamás la cosa conceptual del pensamiento, sino la cosa complejísima y real, la cosa fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás. Quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás. El poeta saca de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro. El poeta no se afana para que de las cosas que hay, unas sean, y otras no lleguen a este privilegio, sino que trabaja para que todo lo que hay y lo que no hay, llegue a ser. El poeta no teme a la nada.

Bellísima observación: el poeta se compadece de lo inexistente, lo rescata del desdén y le ofrece vida. El filósofo, despiadado servidor de su coherencia, decreta la expulsión de la poesía. Lo hace porque su reino se basa en un acto crucial: la expropiación de la palabra. La filosofía es la única dueña legítima del lenguaje. Lo vio con claridad Platón, quizá el más grande y sabio de los odiadores de la democracia: si el súbdito se apropia de su palabra degenera en ciudadano. Si el vocabulario es perforado por la opinión, la ciudad se desmorona. El poeta es por eso el primer enemigo del Estado: su oficio es el peor atrevimiento, su arte es la peor lección: servir al lenguaje, entregarse a él es romper la casa común. La Unidad desaparece cuando la boca se atreve a imaginar. En sus delirios, Rimbaud detectó la fuente de la insumisión: “Me parecía, dice, que cada ser tenía derecho a otras vidas”. Ahí está la amenaza de la palabra libre. El derecho que cada ser —la piedra, los ojos, el río— tiene a otra vida. Esa es la pesadilla de la política reglamentada, horror de una filosofía que aspira a que el zapatero haga únicamente zapatos y sólo sueñe en agujetas.
                        

Hobbes también ve la política como una máquina de hablar. Ante el caos, el diccionario. ¿Por qué fascina Hobbes? ¿Por qué nos atrapa aunque nos horrorice? Por su radicalidad, dice Elias Canetti en La provincia del hombre. El Leviatán lo impresiona por taladrar hasta el núcleo. Creo que el impacto de Hobbes proviene de las dos tintas de su pluma. Por una parte, razona como el geómetra riguroso que enlaza un argumento con otro sin dejar suelto un solo eslabón, que sostiene cada idea en su demostración exacta; que acuña fórmulas sin imprecisiones. Por la otra, es un dramaturgo prodigioso, un genial poeta de nuestra calamidad. El hombre que quiso fundar una ciencia del poder en la geometría es el mismo que nos legó el mito más inquietante del Estado. Ese gigante que incorpora como células a los hombres cumple una tarea crucial: codificar nuestro lenguaje. Para que hablemos, pues, existe el Estado.



Retrocedamos al punto de partida: el caos prepolítico que describe el dramaturgo. Somos iguales, no hay nadie entre nosotros que descuelle: idénticamente vulnerables, somos iguales para lastimar al otro. Nadie encuentra tranquilidad. Cada uno vive en guerra contra todos los demás. La desgracia nace de una conspiración de la economía, la psique y el lenguaje. Nuestras ambiciones son infinitas mientras los recursos son escasos. El hombre no aspira meramente a la sobrevivencia sino a la gloria. El hombre no es capaz de entenderse. El estado natural no es solamente condición de guerra sino de incomunicación. No hay tuyo ni mío, ni justo ni injusto dice Hobbes. Tampoco habría ahí “silla” ni “mesa”; ni “montaña” ni “árbol”. Como bien lo vio Sheldon Wolin, la condición natural del hombre para el filósofo de Malmesbury es “un caos de significados”. Detengámonos por un momento en esta característica. Al miedo más profundo y constante, al terror perpetuo de la muerte violenta agreguemos la incomunicación radical. Nadie me entiende. A nadie comprendo. ¿Puede imaginarse condición más desoladora?

La salvación hobbesiana, como se sabe, significa una huida de la naturaleza. Fabricar una máquina que, al atemorizarnos a todos, nos dé respiro. ¿Qué hace ese artefacto? Legisla, por supuesto, y al decretar la norma produce en un chispazo el bien y el mal; la justicia y la injusticia; la belleza y la fealdad. Pero no se queda ahí. El soberano no es solamente dueño de la máquina de hacer ley. Es dueño de la máquina de definir. La paz cuelga de esa tabla de significados precisos, únicos, incontrovertibles. Hay que acatar la ley, por supuesto. Pero antes, hay que acatar la lengua. Eso: el idioma se obedece, se acepta con sumisión. La verdadera constitución, la auténtica norma suprema de un reino es su diccionario.

Es por ello que Hobbes dedica tanta energía en combatir los abusos de lenguaje. Las metáforas y las palabras sin sentido o ambiguas, escribe, son una amenaza a la paz. Seguir el código de la expresión no es solamente indispensable para los propósitos de la ciencia; es necesario para la paz. Razonar con metáforas, argumentar con alegorías, usar palabras difusas es deambular entre absurdos: es discutir y, por lo tanto, abonar la guerra.

Arquitecturas penitenciarias de la palabra. Ambas construyen un lenguaje hermético, frío, rígido, intimidante. Las palabras resultan el primer impuesto de la sociedad cerrada. Si con palabras se edificó la ciudad, si el Estado es el artilugio de la definición, la carga fiscal empieza en la boca sometida. Fuera el poeta que reinventa la palabra; fuera la metáfora que asocia lo inconexo. Fuera los discutidores que riñen, los conversadores que opinan, los comediantes que provocan risa. El súbdito demuestra su rendición repitiendo las palabras muertas del poder.



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